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Semántica de la maldad

Chispitas de lenguaje

Enrique R. Soriano Valencia

 

Semántica de la maldad

¿Podría un ser humano decidir hacer daño a otro porque supone que es lo mejor para quien recibe el flagelo? Sin considerar a los sádicos, alguien que se distinga por su bondad y buen juicio, ¿podría causar dolor en otro «por su bien»?

Parece una novela, una ficción el planteamiento. La ciencia ha descubierto que conscientemente solo un 1% admite que actuaría así. Se trata del porcentaje normal de sádicos –en sus razonamientos justifican su actuar, sin relacionarlo con otros aspectos, como el sufrimiento–. Sin embargo, en estudios controlados (Stanley Milgran, 1963) se descubrió que el 65% actuaría contra otra persona si estuviera convencida de hacerle un bien. En ello radica la semántica de la maldad: el fenómeno del desplazamiento de significación en el lenguaje. Es decir, darle a un acto de maldad sentido positivo mediante un manejo del lenguaje para razonarlo como positivo.

La semántica es parte de la lingüística. Estudia el significado de las palabras. Esto último es entendido como la interpretación o el sentido asignado a los vocablos. Pero, los significados no se encuentran en abstracto en nuestro cerebro (cual diccionario). Se trata de conceptos relacionados con otros y con carga emocional, también vinculados con otros. De ahí la interpretación, el sentido de aparente diferencia en el ánimo de las personas entre los vocablos hogar frente al término casa, que podrían funcionar como sinónimos, gramaticalmente hablando, pero que en el peso afectivo de cada persona, varía.

El significado de las palabras también está relacionado con aspectos de cultura, tradición y, particularmente, de autoridad (moral o social). En la medida que un líder (político, social, laboral, religioso, familiar) usa determinados conceptos familiares, afectivos e importantes para un individuo, puede llegar a extremos que él mismo no sospecharía.

Históricamente, este fenómeno ha estado siempre presente. Tanto conquistadores como los misioneros estaban convencidos de la necesidad de combatir hasta la brutalidad la idolatría natural. «Un trago amargo, pero necesario para encontrar al verdadero dios», se solía argüir, aunque razones económicas fuera el trasfondo. El amor al prójimo, la salvación de las almas –tanto de los indígenas como de los conquistadores– fue la clave significativa.

Con Hitler no fue diferente. Los nacional-socialistas estaban convencidos que para bien de la humanidad era necesario erradicar grupos y prácticas contrarias al desarrollo de la humanidad (desde su particular punto de vista). El líder político, la más alta autoridad social, fue el artífice: la humanidad, el futuro de nuestro mundo, el amor a la patria, fueron las palabras significativas. Y de forma más moderna están los suicidios colectivos en varias sectas religiosas que padres de familia obligaron a sus familias a acatar.

Pero estos casos extremos, parecen lejanos a la vida cotidiana. Los vemos en la televisión y parecen lejanos. Nada más falso. Todo ello está presente en todos los ambientes donde interactuamos y haya un líder, autoridad o jefe; es decir, en la familia, la escuela, la religión, nuestra comunidad: los castigos de los padres y educadores –«por amor», «por su bien», «para que sea una persona de provecho»– son muestra de ello. El sufrimiento, las penalidades o las angustias, por moderados que sean –más aún si son mayúsculos–, tienen solo la justificación verbal (la que nos permite razonarlo en ese sentido). Desplazar el significado positivo de los términos a acciones negativas se logra con el lenguaje; pero manejarlo con habilidad, también nos puede proteger. Usted decida si le interesa aprender más sobre el idioma. Incluso, ello le daría oportunidad de valorar esas «buenas intenciones» de amigos con la información de la pandemia que nos comparten. También sea responsable en lo que comparte.

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